Esos que me desprecian porque te escuché.
Aquellos que dicen y que repiten: Los que son ecos; los que son olas
que van y vienen y vienen y van y giran en lo mismo: En lo que dicen
que dijiste.
Dijiste que te hablara sin mi voz; sin otros ojos que los nuestros;
en el secreto eterno de lo que ya sabes de mí y lo que intuyo de tí.
Que te hablara con esas palabras muertas que se hacen hechos
cuando ya nada tienen que aportar: Que mis palabras pudieran verse y no
escucharse.
Me dicen que debo hablarles de su eco letánico, pero tú
me sacaste de mí y me llevaste, mudo, a formar la tierra; a llenar de sudor
lo que debe verse y no oirse.
Las palabras hacen castillos frágiles que caen con el viento de los días;
con el aire simple de lo cotidiano; traigo tu estigma en mis manos y en mis ojos,
y en mi coraje y en mi necedad, y en la alegría de ser esa bestia terca que se
afana en hacerte caso aunque yo tampoco puedo oirte y difícilmente vea la recompensa
pobre con la que esos se conforman.
Ellos se equivocan porque tú no puedes despreciarme, porque hago lo que dijiste.
Porque no habrá palabra que me exculpe; y con esa necia terquedad aún te sigo queriendo
aunque ellos insistan en su desprecio porque se adjudican la potestad de lo que dicen que dijiste.